
Por Vale González
Quiero comenzar este texto con la premisa de que hablar nunca fue mi fuerte y que otros idiomas jamás me interesaron. La única hora semanal que tuve a través de ocho años de escuela no me motivó a aprender inglés y la burla de mi profesora de francés a los 12 años por mi incapacidad de pronunciar correctamente “La Marseillaise” me convenció hasta el día de hoy que jamás aprenderé el idioma. Aparte de mi abuelo y sus dichos en latín e italiano y los cassettes en inglés de mi madre, jamás conocí a alguien que hablara otro idioma hasta que entré a la universidad.
A los diez años el inglés era el idioma de los Backstreet Boys y las Spice Girls, esas bandas que todos en el colegio imitaban y que yo seguía como forma de sentirme parte, mientras en secreto prefería escuchar a Shakira o la radio de música latina, porque no me hacía sentido esa melodía pegajosa si las palabras no me decían nada. Por más que la profesora de inglés intentara motivarnos a estudiar el idioma traduciéndonos las canciones, me parecían faltas de sentido y poesía, con metáforas simples y declaraciones de amor obvias y repetitivas.
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