Hace unos años, conocí una persona que decía terminar todo lo que empezaba: trabajos, hasta que la despidieran (nunca renunciar), relaciones, hasta que le dieran fin por ella (nunca romper por iniciativa propia), comida, hasta que no quedara nada en el plato. Ni siquiera el acto de terminar cada una de sus lecturas escapaba de este ideal que para ella era supremo.
No importaba si solo había leído el título en la portada y portadilla —aquella primera página que repite el título después de una hoja en blanco— o el texto de contratapa; daba igual si su primera aproximación solo había sido en términos de diseño. Ella debía empezar el libro que había terminado aunque en opinión de otros era una pérdida de tiempo lamentable.
«¿Y si mejora justo al final?», me decía acongojada, defendiendo su punto. «Si mejorara al final y tomara la decisión de dejarlo, nunca me enteraría». De cierta forma tenía razón y me estremecía pensar que se preguntaba lo mismo con cada comida y cada relación laboral o sentimental. Pero debía pagar un precio altísimo de esa pecunia moderna que llamamos tiempo.
Libre albedrío
En la época en que la conocí estaba leyendo un libro que me resistía a dejar. Por influjo suyo, claro está.
En él, dos amigos, tipo Sal Paradise y Dean Moriarty, se subían a un autobús en Santiago de Chile y comenzaban un viaje inolvidable hacia el norte. Pasaban por el Desierto de Atacama, Bolivia, Perú, incluso el sur de Ecuador. La luz del horizonte en el desierto los encandilaba, Cuzco parecía un sueño.
Un viaje inolvidable. Solo para ellos, eso sí, porque no había una sola descripción de los espacios y paisajes. El narrador se limitaba a casi transcribir diálogos que bien habrían podido suceder en una larga caminata entre la casa de uno y el otro o en una noche aburrida de viernes en un bar. Como pasa algunas veces: la idea era buena. Su desarrollo y su trabajo de edición, no.

Escuchaba una y otra vez las palabras y la voz de mi amiga, que a esta altura ya era la voz de mi conciencia. Tenía la sensación de que mi libertad dependía de tomar la decisión última, aquella según la cual cerraría el libro, lo dejaría juntando polvo y comenzaría ese otro que estaba esperando meses para comenzar: Lotería solar, de Philip K. Dick. El duelo lo ganó la ciencia ficción.
En los libros no existen las velocidades x2 o x4 que puedes poner a las películas. Mi padre solía hacer eso; si una película no le estaba atrapando, le subía la velocidad hasta x8 aunque las voces se hicieran tan agudas como las de Alvin y sus amigos comenueces.
Ahora lo entiendo. Quizás mi padre tenía y tiene el mismo imperativo ético que mi amiga: lo que se empieza, se termina. A como dé lugar.
Grandes decisiones
Sobre todo si ya lo has obtenido, empezar un libro nuevo es una decisión fácil de tomar. Pero terminarlo, y darte el tiempo necesario para terminarlo, y es más, llegar a su última página sin que tu mente ponga velocidad x1000 y tu concentración desaparezca. Eso… eso no es tan sencillo.
Tomar un Ulises de Joyce, un En busca del tiempo perdido de Proust o La broma infinita de David Foster Wallace puede ser una de las grandes decisiones que tomes en tu vida. No solo por su contenido, sino porque sabes que vas a tener varios kilos adicionales sobre tu bolso durante los próximos meses. Entiendes perfectamente que la forma de narrar y pensar del autor inundará tus percepciones y opiniones sobre el mundo. La vida moderna estadounidense no será tan ajena a tu vida ni tampoco las magdalenas en las eternas descripciones de Proust.

En fin, algunas de las razones para dejar un libro a la mitad pueden ser diversas: desde que alguna historia de ficción resulta densa, o que en un ensayo haya demasiada información, hasta esa sensación que tienen algunos lectores de que no es el momento para ese libro. Y es que esa es otra gran verdad: las próximas lecturas son importantes y cada libro tiene su momento.
Un libro por momento
Cada libro tiene su momento, ¿no es verdad? La gran mayoría de padres en España no entienden por qué hacen leer el Quijote a sus hijos en lo más tierno de su juventud.
Un amigo dejó de leer Rayuela de Cortázar a los doce años porque se dio cuenta que no podría entender ese desencuentro profundo entre Oliveira y la Maga. Otro dejó de lado Las venas abiertas de Latinoamérica porque creía que era mejor adentrarse en el continente, aunque fuera un poco, para entenderlo en vez de aprehenderlo a través de un libro.
Terminar todos los textos que empezamos puede ser un ideal, como pasa con mi amiga, pero también una obsesión. Una como la de ese chico que contó su experiencia en un club de lectura en el que era el peor alumno; llevaba cinco años leyendo le penúltima novela de Gonzalo Hidalgo Bayal porque había exprimido hasta la saciedad cada una de las frases de ese maravilloso escritor de Cáceres. No ha empezado ni un libro más en estos últimos mil quinientos días.
Como en los gustos, en inicios y fines nada está asegurado de antemano. Quizás ahora somos de terminar todos los libros que empezamos y algún día dejemos uno sin acabar…
¿Y ustedes? ¿Terminan todo libro que empiezan?