En algunos talleres literarios se repite bastante que un texto llega a ser complaciente cuando tiene referencias y nombres propios para el deleite de cultos y sagaces. Es agradable hallar conceptos que conoces bien, donde significado y significante van enlazados de la misma manera que el entendimiento del autor y el lector. Inevitablemente se ejerce una especie de comunión instantánea que llena esos “espacios blancos de la lectura” de los que hablaba Wolfgang Iser.
Sin embargo, hay textos como Nemo en que no hay una referencia en absoluto. Logran aludir a la totalidad por medio de aquel mutismo. Juegan con ella, la malean a su gusto.
A un pueblo con aires míticos de Extremadura, de cuyo nombre por supuesto no se nos da pista, ha llegado un visitante, un extranjero que ha decidido no pronunciar más nada, que no dice “ni mu”. Quien escribe, “el escribano”, es el encargado de ir a buscarlo a la estación de tren donde lleva esperando impertérrito gran parte del día bajo la lluvia. Cuando llega al pueblo como copiloto en la camioneta del narrador, la chiquillería se vuelve loca por la novedad, así como empiezan las sospechas y conjeturas en la bodega donde el dependiente sirve y los demás beben.
Al lugar alegórico donde nada ni nadie tiene un nombre propio y priman genéricos de gentes como la ama, el viejo, el cazador, los gemelos, o de lugares como laguna, fortaleza, llano, palomar, el intrigante bautizado como Nemo (del nihil latino o tal vez inspirado en la estratégica respuesta de Odiseo a Polifemo) ha venido a remecer las certezas de adultos y niños que lo persiguen como si gozara de fuerza magnética, posando dedos en labios, corriendo tras él, haciendo shhhh.
Con una escritura intrincada y profundamente inteligente, cada episodio tiene un significado inmerso en las palabras. Las que se dicen y las que no. En sus 131 capítulos en realidad no hay trama fija ni menos línea cronológica, solamente fragmentos que cuando no dan nuevas pistas sobre el retiro lingüístico y vital de Nemo, reflexionan sobre ello y son escenario de versos de los que se presume su autoría:
Solución, resolución:
rumiar el ayer
y hacer
de tripas corazón.
La novela es una reflexión sobre el silencio y la capacidad de escuchar. Esta se entiende como una virtud que se extraña tras el advenimiento de la verborrea en esta era, el ruido y la furia como antípodas de lo que rinde homenaje el cacereño cuando profiere en boca del viejo: “Que todo lo que ocurre ocurra, dijo, no es bastante razón para contarlo”, la senecta más bella de estas páginas.
De forma magistral, Hidalgo Bayal desmenuza poéticamente el lenguaje jugando con sus elementos, el latín, el griego, el sentido de las palabras. Y tal como Nemo, renuncia a la distinción de El Quijote entre las armas y las letras, fundiendo ambas para modelar un hermoso tratado filosófico bajo los preceptos versátiles de la ficción.