Es sabido que cuando abordas a un ser humano apelando a sus recuerdos y rozando la fibra de sus emociones, lo que sobreviene, si no es un mutis, es un arranque frenético de narraciones. Las palabras no se miden y el tono se une a los silencios alternados —universales, según Darwin— para hacer surgir un vívido mosaico de experiencias. Muchas veces horribles. Otras alegres, aunque siempre decisivas. Un fenómeno curioso parecido a la literatura, o quizás literatura en bruto lista para ser pulida.
La autora de la que hablamos ganó el Premio Nobel del 2015, un galardón muy cuestionado hoy en día. Es periodista y escritora heredera de esa clase de creadores como el García Márquez de Relato de un náufrago y el Hemingway de Por quién doblan las campanas, que supieron dar sus propios pasos mezclando la no ficción con los mecanismos que caracterizan a la escritura de ficción; una simbiosis entre recursos y figuras, vinculadas con los materiales de la realidad a disposición.
En el fondo, podría asirse cualquier evento medianamente traumático en la historia sin perder de vista el objetivo de querer contar algo; de hecho como editores esa es nuestra vocación, tu norte y el nuestro. Cualquiera tendría matices, altos y bajos, victoriosos y muertos. Y desde luego a partir de cualquiera podrían extraerse versiones diversas.
El contexto de una obra maestra
Esta escritura bielorrusa, nacida en un país devastado por la guerra y la acción directa o indirecta del hombre en su peor momento, elige el año 1986 y un territorio desconocido para el mundo no comunista. Su propio espacio-tiempo.
En ese momento Gorbachov está instaurando la Perestroika, abriéndose a Occidente, mientras la Guerra Fría pierde vigor. Los límites geopolíticos se están difuminando. El hombre soviético, aún orgulloso y con un concepto militar de la vida, entorna los ojos lejos del koljos y la doctrina stajanovista, atreviéndose a maldecir a Lenin y al Partido. La desconfianza en la ciencia y la técnica entra con timidez después de tantos triunfos morales que forjaron a la URSS.
Y en Ucrania, al lado de una Bielorrusia principalmente rural, ha explotado uno de los reactores de la central nuclear de Chernóbil, liberando en todas las direcciones posibles —sin obstáculos físicos— millones de isótopos radiactivos de corta duración, irremisiblemente. Una calamidad que apenas puede atisbar el científico más experto. Lo que se sabe es que la amenaza es invisible, inolora, contamina agua y alimentos y atraviesa las paredes del hogar, el último refugio. Por su parte, el hombre y la mujer de a pie, el campesino, el niño que juega en la arena infecta y la profesora de pueblo tienen que tratar de comprender sin tener la raza humana un antecedente similar.
¿Qué es lo que realmente había sucedido? No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras.
Solo les quedaron dos pistas como guías: en primer lugar, los rumores heteróclitos desmentidos por las noticias alentadoras de las autoridades en la TV; en segundo lugar, las instrucciones de esos anacrónicos soldados vestidos para otra guerra y con dosímetros que miden roentgens, una de aquellas nuevas palabras. Cuando se necesitan palabras nuevas para hablar sobre algo significa que estás escarbando muy hondo y que es casi un imperativo quedarse allí.
Estos son los hechos que gestan el argumento del que se vale Alexievich, pero hilando mucho más allá de la compasión y la resignación. Se inmiscuye en la memoria colectiva, los testimonios de todo tipo de personas (niños, académicos, enfermeras), sin desmerecer ninguno, incluso a los que la critican por escribir y no sentir, como reconociendo que cada experiencia es un ladrillo de la verdad última. Muestra incluso el medio de expresión de los animales que antes de la catástrofe migraron y que después poblaron las localidades abandonadas, extrañados por la ausencia de ese otro animal errático que es el hombre. Y así, de este medio centenar de monólogos brota la maldad de los desesperados y el misterio insolente de la física nuclear, volviendo una y otra vez en la línea de tiempo entre 1986 y las tres décadas siguientes para sopesar las consecuencias. Se dispara hacia el futuro:
En Chernóbil se recuerda ante todo la vida ‘después de todo’: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre (…) En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro.
Con un ex ejemplo consigue parir una crónica cruenta acerca de cómo terminará todo. Así, la autora de este libro no es Svetlana Alexievich, como figura en la cubierta. La obra es un almacén de retazos de vida de los verdaderos autores y la aparición inconstante de una entrevistadora taciturna que en un fragmento se interpela a sí misma para entender qué significó «eso» y por qué hace «esto».
No está desde fuera mirándolo todo, imposible que lo esté, porque pertenece a esa tierra condenada por generaciones a una mutación genética tras otra, con una nube sobre sus cabezas tan intangible como la desgracia de un pueblo memorioso que es al mismo tiempo un narrador, un Tiresias contemporáneo y una Fuenteovejuna sin gozo de justicia.